Artículo de Opinión de Juan Carlos Gutiérrez Soto
Algunas armas del poder simbólico, en tres relatos. En 1978, el Padre Soto, mi tío abuelo, se plantó en el atrio de la Iglesia de San Blas, en Chichigalpa, para frenar a la guardia de Somoza. Un pequeño grupo de muchachos, perseguidos tras una redada, se refugió en el campanario y él, con voz firme, gritó: “¡Alto! Aquí ustedes no pasan”. Sus armas fueron el templo, la sotana y el respeto que aún sostenía su figura. Ese era su poder.
En 1980, San Romero de América alzó su voz en una homilía que sellaría su martirio: “Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión”. El púlpito, la sotana y su investidura como arzobispo fueron sus únicas defensas, pero su poder verdadero era el reconocimiento de un pueblo que lo escuchaba con fervor.
En los años sesenta, en la efervescencia del Concilio Vaticano II y la Conferencia del CELAM de Medellín (1968), la teología de la liberación se volvió semilla de rebeldía. Me contaba un excomandante sandinista cómo de los colegios religiosos surgió la idea de tomarse la Catedral de Managua en diciembre de 1972, para exigir libertad de los presos políticos. Fue allí donde muchos jóvenes pasaron de la protesta a la clandestinidad, germinando futuros jefes guerrilleros y líderes de la revolución de 1979. El poder en este espacio radicó en la voz profética, en la comunidad cristiana como espacio de autoreconocimiento y resistencia… y en la palabra que, desde el Evangelio, reclamaba justicia y libertad.
Los dictadores de manual, los Ortega-Murillo, conocen estas historias muy bien. Reconocen ese poder y es a eso que le temen, y es por ello que reprimen.
La supresión de la libertad religiosa es ese fenómeno represor en el que el poder —temeroso de dioses fuera de su control— decide ponerle candados al altar, censurar la homilía o volver clandestino el rezo. Esto va desde mandatos, con o sin leyes, que castigan las procesiones, hasta la represión que hace de la religión un pasaporte al exilio social o político. Es, en concreto, una pugna entre el poder simbólico del Estado y el de las creencias, donde el incienso termina pareciendo más subversivo que un panfleto revolucionario de los años sesenta.
En Nicaragua, la supresión de la libertad religiosa no surge por conflictos entre credos ni por la preeminencia de una religión sobre otra. No. El totalitarismo, ahora constitucional, es más pragmático y del todo creativo: no busca sustituir dioses, sino sofocar a quienes los invoquen si representan una amenaza al poder y sus riquezas. Aquí, la represión no tiene ínfulas de cruzada ideológica, ni aspira a fundar una nueva religión; es, simplemente, un instinto primitivo de autodefensa autoritaria. Porque cuando se carece de ideología, la única homilía posible es la protección del trono… y del bolsillo.
El vandalismo dictatorial contra imágenes sagradas, el acoso a religiosos, la censura a liturgias, la prohibición de procesiones, el exilio y la apatridia de líderes religiosos no diferencia denominación alguna. Es una operación de manual: sofocar todo espacio donde la gente se encuentre, se mire y, peor aún, se reconozca como mayoría con banderas compartidas. Aquí no hay guerra santa; solo un régimen con pavor a que las misas se vuelvan asambleas y la fe un catalizador para desafiar el control que, en el fondo, temen perder.
La Iglesia y algunos de sus conflictos. A finales de los años setenta, la Iglesia católica nicaragüense, con Monseñor Obando al frente, tuvo un papel central: medió intercambios de rehenes, denunció violaciones de derechos humanos perpetrados por la dictadura de los Somoza, incluso llegó a legitimar la insurrección de 1979 (Carta pastoral, junio/1979). Sin embargo, la ruptura llegó en 1980. Mientras los teólogos de la liberación defendían un cristianismo social, la jerarquía optó por una religiosidad tradicional. La visita de Juan Pablo II en 1983 y el ascenso de monseñor Obando a cardenal marcaron la vuelta a un modelo más conservador y espiritual, que progresista y político.
En los ochenta, la Iglesia vivió acoso, expulsiones y restricciones, pero la represión actual bajo la dictadura Ortega-Murillo supera esa etapa. Desde 2011, y especialmente tras el estallido sociopolítico de 2018, la voz profética de obispos como Monseñor Báez y Álvarez fue silenciada con represión, cárcel y exilio. A pesar del aparente mutismo de la Iglesia y del Vaticano, más de 40 sacerdotes han sido despatriados, cerrándose también muchas congregaciones religiosas.
Voz profética y silencio en la Iglesia. La Teología de la Liberación, con teóricos como Gustavo Gutiérrez, respondió a la desigualdad en América Latina desde la opción preferencial por los pobres, denunciando la opresión como pecado estructural. La voz profética, inspirada en el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, n.12), exige denunciar injusticias y anunciar la transformación social, lo que generó mártires como Monseñor Romero y los jesuitas de 1989 en El Salvador.
El silencio, por otro lado, ha sido una herramienta ambivalente: símbolo de contemplación espiritual o refugio ante la persecución, como en las catacumbas cristianas. Este silencio, lleno de misterio y esperanza, guarda la memoria de quienes vivieron su fe protegiendo la Iglesia sin sepultar sus convicciones.
Silencio sumiso o discurso oculto. En Los dominados y el arte de la resistencia, el especialista en movimientos sociales, James C. Scott, nos recuerda que la resistencia no siempre se expresa con marchas y megáfonos. Los grupos subordinados o reprimidos, con ingenio digno de artistas, recurren al discurso oculto: canciones, susurros, rumores y metáforas que dicen mucho aparentando decir nada, así como la narrativa sibilina de la milenaria Iglesia católica. Es el “disfraz político” de Scott, donde las críticas al poder se esconden bajo el manto de lo simbólico, evitando represalias directas. Así, los dominados despliegan su arte clandestino para burlarse del poder sin que este los atrape.
Scott también plantea que el discurso público, ajustado por el miedo, es solo la punta del iceberg. Por debajo, el discurso oculto es un espacio seguro para el desahogo, la organización y el desafío simbólico. Aquí surgen la ironía y la burla, formas sutiles que preservan la dignidad de los dominados mientras erosionan el discurso hegemónico. En clave de humor o poesía, la resistencia se vuelve cotidiana, sigilosa, pero poderosa. Es por ello que los co-dictadores inventan cada día un nuevo mecanismo para controlar, reprimir o censurar, infructuosamente, esas formas sutiles de la resistencia.
En una ocasión, escuché a la directora del Museo de la Resistencia Dominicana decir algo así: “…para resistir, hay que sobrevivir”. Y es cierto: ¿cómo abrir una confrontación directa contra un poder hegemónico y represor sin ser aniquilados? ¿Cómo ser voz profética cuando la correlación de fuerzas favorece a los opresores? La respuesta está en la resistencia misma. Mientras se construye o surge una alternativa, resistir significa adaptarse, mantenerse en pie y encontrar formas creativas de desafiar al poder. Porque para resistir, primero hay que sobrevivir, y a veces, eso ya es un acto de contrapoder.
Las iglesias, en particular la católica, parecen callar ante la represión, pero ese silencio puede tener ecos subversivos. Al estilo del discurso oculto de Scott, sus homilías lanzan mensajes que desafían al poder absoluto sin mencionarlo directamente, como un Evangelio que, leído con atención, podría sonar más incendiario que un manifiesto. Aquí, el púlpito no solo predica, también reúne, ofreciendo un espacio simbólico donde la identidad colectiva resiste.
La voz profética del Concilio Vaticano II parece seguir vigente al denunciar la injusticia y anuncia esperanza, pero a través de otra estrategia. La población, los movimientos sociales y las organizaciones sobrevivientes, incluidas las Iglesias, adoptan estrategias silentes: murmullos, símbolos y metáforas. Porque, aunque el poder busque el silencio total, la resistencia sabe cómo hablar sin ser escuchada por los opresores.